jueves, 15 de marzo de 2012

JUSTOS POR PECADORES

Después que el alba hubiese sido regada con una suave lluvia otoñal, la mañana se quedó hermosa y limpia. Al salir de casa, alguien me llamó.
-        Señor, señor.
Un desconocido con acento marroquí, de tez morena y fornido, me extendió su mano  que estreché correspondiendo su saludo;  pero de forma sorpresiva e inexplicable, besó mi mano asida pareciéndome un rasgo de inferioridad y sometimiento que me desagradó profundamente, aunque, sin semejante sensación, me retornara a mi infancia, para recordarme que era yo quien besaba la mano del cura de mi pueblo llamándole padre. Y continuó:
-        ¿No necesitará a alguien que le arregle el jardín?.
-        No. No, muchas gracias.
-        ¿Sabe quién pueda necesitarlo?.
-        No. En esta urbanización no. Tenemos un jardinero que se encarga de ello.
-        ¿Y ese es su coche? –me preguntó señalando el mío, que era el único que había aparcado en la calle- ¿Si quiere se lo lavo?.
-        No, gracias.
-        Es que acabamos de llegar en una patera –me dijo- Venimos mi mujer y yo andando desde Carboneras y no tenemos nada que comer.
-        ¿Andando? –me sorprendí por la distancia existente.
-        Si, mire como tengo los pies (Y me los mostró sucios y encallecidos) Ella está en la playa, junto al cañaveral, buscando algo para comer. Si quiere, le puede arreglar a su mujer la casa.
-        No, no es necesario.
-        Usted no me da trabajo, ni nadie lo hará, porque estoy sin papeles, ¿verdad?. Miré –me guió la vista hacía una especie de jeringuilla que sacó del bolsillo amplio de su pantalón- es que necesitó insulina diariamente. Además, tengo que ir a Cartagena; allí hay unos paisanos. ¿Está muy lejos?¿Por dónde se va?. (Mientras preguntaba me mostró una libreta de un cuarto de folio, cuadriculada, con el nombre de Cartagena escrito a lápiz. Ya, para entonces, había pensado en socorrerles; darle alimentos con que remediar la perentoria necesidad que les acuciaba).
-        No hay trabajo para nadie –le respondí- en cuanto a Cartagena habrá más de cien kilómetros. De todas forma espere –le indiqué yéndome hacía mi casa.
-        ¿Llamará a la policía?, -preguntó.
-        Por supuesto que no. Espere –le insistí.
Y pasé a casa para decirle a mi mujer que me diera algo de comer para aquel desgraciado. Opté, sin embargo, no molestarla y sustituir el condumio por veinte euros. Y salí a la calle con ellos para entregárselos. Él me aguardaba apoyado en la pared de enfrente que, al verme salir, vino a mi encuentro.
      -    Tenga.
Le alargué la mano con el billete de veinte euros. Antes, no obstante, (olvidando que lo hubiera dicho) con la idea de entregarle el dinero a ella, en la seguridad de que son las mujeres más responsables que los hombres, le pregunté por su mujer, repitiéndome que estaba en el mar, donde las cañas. Así que tomó el billete y me contestó.
       -   Faltan cuatro euros para el ticket del autobús a Cartagena.
¡Qué lento anduve mentalmente! ¿Cómo no sospeché nada? Debería haberle dicho que me devolviera los veinte para entregarle un billete de cincuenta en su lugar. Pero desapareció. Desapareció dejándome una cara de tonto como jamás la tuve. Me sentí impotente, timado; con la sensación de ser el rey de la estulticia. ¡Me había dado el toco mocho! Esperé obtener la rentabilidad en la caridad y me metió la maldad por vena para que paguen justos por pecadores. Me ratifiqué lamentando, una vez más, que la caridad es una depravación de la sociedad. Y recordé de nuevo, sin saber por qué, al cura de mi pueblo que, desde el púlpito, se adueñaba de las voluntades ajenas sacando leche de una alcuza. Y las ansias de llamar a la policía (que el “marroquí”, en un gesto de teatralidad, me había pedido por compasión que no hiciera) me asaltaron. Y no encontré cosa más banal qué hacer por detener a aquel miserable que justificarme a mí mismo.
-        Pobre desgraciado, bastante tiene. Apenas el dinero, y menos su cuantía, significa algo para mí: carece de importancia, -me dije.
Pensé en su argucia, en cómo se amparó en la patera, en la argumentación tan bien trabada. Pensé entonces en otros que escudándose en su cargo, en su situación política, siendo hijo, yerno, hermano, pariente de algún preboste, sacan pasta con informes, vendiendo humo u esperanzas, siendo la excusa para llenar otros bolsillos o, simplemente, haciendo lo que mejor saben hacer: robar que es el oficio de ladrón.
Aquí no valen engaños, ni es la impronta con que la caridad tapa los ojos. Son componendas y negocios miserables con que aumentar la codicia por dinero. Dinero que ni siquiera necesitan, porque tienen y ganan lo que jamás en la vida les producirá dificultades crematísticas.
-        Que mi pensamiento no me traicione –me dije en voz baja.
Es así como la miseria se ceba en las altas capas acomodadas. No importa lo que se vive a su alrededor. Roban y roban sin miramiento alguno. Se basan en un sistema capitalista que les ampara, rayando en la inmoralidad más aberrante que está llena de ejemplos. ¿Adivinen qué acudió a mi cabeza?: El Banco Central Europeo. Un banco que se nutre de los fondos públicos de los bancos centrales de los respectivos países, presta a entidades financieras privadas para que a su vez lo hagan a entidades públicas, (Estado principalmente) con diferenciales abusivos; que es como decir al ladrón que se sirva y acomode en tu casa y expolie a su gusto. Y también acudió a mi memoria cantidad de nombres propios que ganan cifras astronómicas, así como las de aquellos banqueros, empresarios, deportistas, especuladores, políticos, componentes de instituciones sin ánimo de lucro, de entes o fundaciones que  no son sino testaferros y demás sujetos para los que el cielo no existe. Y sentí vergüenza ajena e impotencia. Y no encontré cosa más banal qué hacer por detener a aquellos miserables que justificarme a mi mismo.
-        Es su felicidad, no la mía, la que está en juego. No puedo remediar que lo publiquen sin el menor rubor. Pobres hijos nuestros, unas 167 veces (por eludir infinitas) menos valorados económicamente, que aquellos que uno de sus padres (por no decir los dos) son banqueros,  consejeros de multinacionales,  ostentan cargos políticos o son delincuentes.
¿Qué puede asombrarnos ya?. Nadie devuelve el dinero que roba: ¿Para que condenar cuando no se repara lo quebrado?. Nos pueden decir lo que quieran: Misa cantada o que tenemos igualdad de oportunidades o que somos iguales ante la ley o que gozamos de una democracia o que el pueblo es soberano. La mayoría de lo que oímos es bazofia, demagogia, mentira. ¿Quién es tan tonto que se lo puede creer? ¿Cómo se pueden alcanzar grados tan elevados de inmoralidad? ¿Cómo se corta esto?.
Cierto es que hemos de agarrarnos a algo. Que la esperanza (aunque sea tópico) es lo último que se pierde. Pero ya no vale maldecir, despotricar o sentirte necio. Se está pasando también el momento de predicar con el ejemplo (que poco cunde). Va llegando la hora que la gente tome cartas en el asunto y eso puede ser muy peligroso. Sin embargo, da la sensación de que los que mandan no ven tal peligro y no quieren modificar unas reglas  impuestas por los poderosos. Luego serán éstos los que huyan, emigrando a sus paraísos fiscales en los que si creen, y dejarán con el culo al aire a “justos por pecadores”.
No deseo echar la vista atrás y presenciar cabezas de zares rodar por la guillotina, revoluciones no precisamente gloriosas sino salvajes, instaurando la injusticia como un alegato en beneficio de la gente; tan sólo porque quien dirige se ha vuelto ciego, sin admitir ni flexibilizar lo que es relativo. ¿Cuánto tiempo se podrá soportar que casi una cuarta parte de la población avance inexorablemente a la miseria por gente miserable?. Tal condena, si explota, no habrá quien la detenga. Mientras tanto, que la Paz y el Amor nos unan.

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