Son
muchos los recuerdos de la infancia. Mi primer sueldo entregado en casa. El salario
de mi padre. La administración que llevaba mi madre. Los sobres en los que
apartaba el importe para el recibo de la luz, el pago de la casa, la iguala del
médico, la mensualidad del maestro y el resto, si algo sobraba, para comer.
Hasta la cama me llegaba la información. Pausadas explicaciones que, en la
obscuridad y el silencio de la noche, a través del frio pasillo y alcoba, oía en
largas conversaciones a mis padres. Hablaban de todo, principalmente de mejorar
nuestras vidas, conseguir más ingresos, gastar menos, examinado los
contratiempos surgidos, dándose confianza e ilusionándose para hacerlo mejor,
acometer obras necesarias y seguir adelante. Una familia llana y de firmes convicciones
que transmitir a sus hijos.
Los
tiempos siguen siendo los mismos, pero las formas y medios de emplearlos han
cambiado considerablemente. La magia de lo sencillo se ha complicado si no ha
desaparecido. Las explicaciones huelgan, las responsabilidades se desvanecen,
la honradez se desvirtúa, la información, tan pródiga en bagatelas, ni existe
y, por si no fuera bastante, los controles que se ejercen se tiran a la
papelera.
Voces
he oído comentando que la Honorabilidad,
Transparencia y Rentabilidad que tanto divulgo, no es sino un camelo: eso
no se estila. Hay que dedicarse a otros menesteres para vivir como un cura, que
no hay mejor carrera que dedicarse a la política para tener el porvenir
asegurado: medrando, mangoneando, comiendo sapos, robando, consiguiendo ser víctima
de insidias siendo un delincuente y, por supuesto, esto no es el ejemplo de mis
padres.
¿Cómo
no es posible evitar el pago de impuestos y no se nos diga a dónde va nuestro
dinero? Es imprescindible que nos expliquen qué hacen con los sobres que
pagamos. Pero no de forma generalizada ni resumida, sino detallada con nombres
y apellidos, partida por partida, céntimo a céntimo. Y habrá que enterarse
quiénes son los sujetos que los reciben, a qué se dedican, si son parientes,
personas interpuestas u otros chorizos que se lo llevan calentito. Además,
deberán aumentar explicaciones cuando éstas sean difusas o no claras, no sea
que confundamos a infantes con princesas o churras con merinas.
¡Es
triste que el ciudadano tenga que hacer labor de inspección no siendo su
cometido! Pero no queda otra. Son demasiadas las razones que nos asisten para
que el escarnio no nos mate.
En
cada organismo público, en cada sociedad con capital de la administración, en
cada centro, en cada barrio, en cada aldea, en cada pueblo, en cada distrito,
en cada ayuntamiento, en cada provincia, en el congreso, en la nación entera,
habrá que pedir explicaciones, estar al tanto, ser una mosca cojonera. La
democracia es eso: tener información veraz con que poder tomar una decisión
para poder votar y no elegir a un mangante. Y como aún así la equivocación
persiste, hay que demandar responsabilidades al individuo y no sólo a él, sino
al partido que lo ha presentado en sus listas y al testaferro que se lleva las
culpas. Y hay que exigir a sus señorías que hagan caso a las auditorias de
cuentas que les pasan los estamentos dedicados a ello, que no los tiren al
cesto de los trapos viejos, que no gozan de la impunidad que se arrogan en
todas las facetas. Y no hablemos de corrupciones ni más trapicheo que los
juzgados rebosan de papeles aunque muchos desaparezcan, se borren o se anulen
por arte de magia.
Es
necesario que el hombre de la calle esté informado. Es el arma pacifica que
disponemos. Otras, ni nos interesan, ni las queremos. Antes preferimos que el
ladronicio persista. No nos enteremos por los bulos o comentarios interesados.
Vallamos a los plenos municipales. Investiguemos qué, cómo, cuándo, dónde,
cuánto, por y para qué se trata, sea de interés particular o general. Tenemos
derechos a estar informados. Cursemos preguntas al respecto. Denunciemos y
publiquemos. Que se anden con cuidado.
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