sábado, 1 de agosto de 2015

QUE EL MIEDO NO NOS INHIBA

Dicen que la cabra cambia de pelo, pero que no cambia de leche.
Los genes que heredamos, salvo gravísimos acontecimientos, al parecer, no se modifican; se expresan, o no, dependiendo de circunstancias y actitudes después del nacimiento. Pienso, por tanto, que carece de mérito tener, o no, determinadas características si éstas  predominan en nuestro genoma. Un genoma que se irá representando en el transcurso de nuestra existencia hasta que muramos. Antes, lo transmitiremos a nuestros hijos como hicieron con nosotros.
El miedo, sin duda, es una tipología ancestral que venimos arrastrando sin que se vislumbre su final. Al amparo de él se han cobijado intolerantes confesiones, desaprensivos tiranos, innumerables negocios, interesadas conductas... Por miedo a lo desconocido, al hambre, al dolor, el hombre clamó a los dioses e inventó el cielo, comenzó a guardar y concibió la avaricia, traicionó y delinquió como ahora se viene haciendo. Del miedo se sirven religiones, organizaciones, gente astuta  que quiere dominar  incapaces de aunarse para el bien general. Se aprovechan valiéndose de la falta de él, de un mayor conocimiento o de un calculado engaño. Bien podían unirse para que hubiera un sólo Dios, unas medidas concretas, un fin común. Pero no. Continuamos asistiendo cada día a la práctica del miedo que propicia la inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza y la absoluta insolidaridad. Tenemos miedo por todo. Vivimos asustados. Nos olvidamos de lo indefensos que nacimos. Nada se consigue con religiones que no pueden probar nada de lo que prometen. Con leyes que se promulgan y son incumplidas por los mismos legisladores. Se necesita de una educación basada en el libre pensamiento; una enseñanza que propicie la razón, el debate, la tolerancia, el respeto; una cultura que cuestione los prejuicios, las tradiciones, las creencias; una motivación que se fundamente en los valores y en el esfuerzo; una batalla constante contra el miedo…
El miedo es el peor de nuestros enemigos que llevamos dentro. Es el mayor causante de nuestros malos entendidos, de nuestras fobias y manías, de nuestros traumas y enfermedades. Hay que desasirse de él  y de los padres (el pánico y la irreflexión) que lo engendraron y cogerse de la mano de alguno de sus hijos, la prudencia, el raciocinio o  la serenidad.

Dicen que a las personas nos mueven los sentimientos del placer y del dolor; otros opinan que la pereza, la cobardía, la codicia…;  sin embargo, lo que está claro es que acabaremos muriendo. Y mientras el dios dinero sea el motor que estimula a los hombres, el sistema del mundo no podrá detenerse. Hagamos que el vil metal desaparezca hasta convertirlo, únicamente, en un elemento de cambio. Regúlense salarios, rentas y herencias para que la igualdad de oportunidades se vaya acercando y el miedo decreciendo. La gran opulencia y la gran miseria continúan avanzando, distanciándose y distanciándonos. Para remediarlo, habrá que distinguir, muy claramente, los objetivos de las personas físicas y de las jurídicas, y no mezclarlos. ¡Son tan diferentes! Los primeros desean felicidad. Los segundos beneficios. Habrá que convencerse  que la virgen no come ni duerme, ni tampoco lo hacen los entes u organizaciones; ambas carecen de estomago y corazón con que deglutir alimentos y comprometerse. Eso le es impropio y sólo al hombre le atañe. Libérense a las empresas de cargas que no le corresponden, que se desboquen en obtener sus objetivos, pero que sus destinos, estén absolutamente separados  de los hombres que las rigen y las forman. ¡Éstos, quieren ser felices! ¡Despertemos la conciencia del miedo que nos intimida y atenaza!

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