sábado, 5 de septiembre de 2015

EMPRESARIOS: Una raza especial

Los empresarios son los encargados de dar vigor al mundo. En principio, tal vez lo hagan por una cuestión de supervivencia; después, por el ánimo de lucro como la propia ley manda y, por último, por saborear el placer que representa su poder: no saben hacer otra cosa. Casi siempre están al filo de la ley. El desorden les pone. Se saltan las normas más elementales. Nada les detiene. Inventan, engañan, roban, matan y hacen lo que sea preciso para seguir adelante. Juegan con el pánico, arriesgan su vida y su sangre varia como la piel de un camaleón. Ven negocio en todo y, sin miramiento alguno, venden a su padre al mejor postor.
Son hombres que destruyen, ensucian, abusan, corrompen… Les gusta vivir deprisa y creen tomar decisiones acertadas. Pero se confunden. Las situaciones son las que les arrastran y sólo pueden defenderse. Trabajan duro para sí mismos, se endeudan, caen, y se levantan con más agallas. Les gusta poseer, llenarse de poder, ver el futuro con la certidumbre de que a ellos no les afectará negativamente considerándose más fuertes del tiempo que aguardan. Su trampa mortal son ellos mismos. No viven una vida personal. Sus aficiones, sus deseos, sus anhelos se apartan en pro de sus negocios. Sus hijos, los hijos de sus hijos los conocen en bautizos, comuniones, bodas y banquetes financiados por su bolsillo, mostrando así la generosidad del diablo de la que presumen. Pretenden retirarse jóvenes y, para cuando pueden hacerlo, ni se lo plantean: ya es demasiado tarde. La vida les come el tiempo del que siempre pensaron que no se agotaría. Entonces, en la intimidad, se lamentan cobrando fuerza la salud, el saber… el sí yo volviera. Se da el caso que, pase lo que pase, mantienen su ego volviendo siempre a lo mismo: suplir todo con dinero. Pagan a diestro y siniestro favores para cobrarlos después. Regalan drogas, amores, prebendas, habituando a sus relaciones a una dependencia que, más tarde, les será compensada con creces: vicios, pleitesías, errores que no prescriben e, invariablemente, con un alto precio que no pueden eludir.
Y hay una cosa importante en la que los empresarios se equivocan: alaban, admiran y les gustaría parecerse a los banqueros (prototipos del capital, figuras alejadas, poco asequibles, salvo si, igual a los políticos, les interesa) y olvidan que no son empresarios por mucho que así los consideren. Son intermediarios, anónimos mercaderes, personas que nunca pierden, tengan o no beneficios sus bancos. O, tal vez, sea un servidor el que yerra y no codicien imitarles sino explotar su mismo género: el dinero. Esa mercadería que no merma, ni pasa de moda; que atrae a pobres y ricos; por la que se roba y se mata; la que escasea y siempre se necesita. Y está además acotada, porque hay tontos que la almacenan como si, a la hora de su muerte, regalándosela a otros negocios con mercancías más saludables y duraderas, fueran a seguir gozando en un cielo de buenos caldos y ángeles complacientes. Incluso, aunque algunos no lo crean, simplemente, por si acaso, tratan de no dejar resquicios y quedarse tranquilos.
Los empresarios no tienen enemigos. Falaz quien eso diga. Son competidores, rivales que como ellos luchan por lo suyo. Pero lo suyo es casi todo. Se reúnen y mienten: se engañan recíprocamente. Extienden bulos infundados, acuden a la propaganda engañosa y el ánimo de lucro les ampara. Juran y perjuran, aunque los maten, que son limpios y claros en sus cuentas. Y es que llegan a creerse sus propias medicinas, convencidos de que el efecto placebo funciona perfectamente; tal es así que, nunca y de ninguna forma, aunque lo digan constantemente, son los que más arriesgan o los que más pierden; solo los que nada tienen, todo lo tienen perdido.



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