viernes, 19 de febrero de 2016

UNA CUESTIÓN EDUCACIONAL

Ciertamente aprendemos muy lentamente. Vivimos tan deprisa para llegar a ninguna parte que me asombra sobremanera avanzar en alguna cosa: carecemos de voluntad, no nos enmendamos con los errores, apenas si valoramos el esfuerzo y la vida se nos va sin enterarnos. ¿Será una cuestión educacional? 
“Lo más fácil es no preocuparse”, nos decimos; pero nada distinto realizamos para que la preocupación desista. Continuamos haciendo lo mismo como animales de costumbres fijas, como si no pudiéramos cambiar la forma de actuar o la resignación fuera la norma. Es cierto que nadie, nunca, puede contentar a todos, pero por eso no se ha de abandonar intentarlo, aun considerando que es una pérdida de tiempo o por mucho que escuchemos manifestaciones mezquinas en contra, ya que, en definitiva, nunca, nadie, puede estar a salvo o libre de ellas y, menos aún, teniendo en cuenta que el único valor verdadero es aquél que cada cual se otorga mediante la fe en la que cree.
¡Qué poco cambian nuestros hábitos en este mundo!
No sé si tal afirmación es el descubrimiento subjetivo de una realidad que pasa por una relación de acontecimientos verificables  o si se trata de un proceso elaborado en el que se avanza hacia una verdad predeterminada, pero lo cierto es que, pese a nuestra ávida curiosidad por saber y poseyendo un legado histórico contrastable que nos queda, continuamos desnudos y frágiles ante la conducta humana que la provoca. Hay quien considera terrorífica la esclavitud de ayer, mientras hoy nos permitimos mantenerla oculta, variando su nombre o su proceso. Antes a una querida se la hacía duquesa y hoy se le monta un piso y así podíamos ir enumerando cuestiones de nuestro comportamiento que desearíamos anular, pero que sólo los adelantos tecnológicos transforman o la lingüística llama trabajadores del sexo a la prostitución o emprendedores a traficantes avezados. Y es que variar o ser distinto a la manada, socialmente se reprime. Un ejemplo de ello lo tenemos con la declaración de intenciones de un nuevo líder en la escena política. Me refiero a Pablo Iglesias de Podemos, un partido desprestigiado y perseguido, con maldad e inquina desmesuradas, sin aportar pruebas que lo corroboren. Menos bonito, de él, hemos oído de todo: terroristas, populares, bolivarianos, bolcheviques, golpistas, ladrones, sinvergüenzas…. Un partido que surgió, al parecer, de la acampada en la Puerta del Sol  y a cuyos campistas los provocaron para que, en lugar de manifestar su indignación de esa manera, lo hicieran constituyendo un partido político y se sometieran, como ellos,  a las urnas. Pues bien, lo crearon y de aquellos polvos estos lodos. Su estilo es diferente. Y no únicamente en su forma de vestir, si no en todo lo demás. Sus componentes mantienen un espíritu de justicia que los inspira a no colaborar en la gran ignominia del político de siempre, aquél que ha escarnecido al pueblo que dirige con sus hipocresías, corrupciones y prebendas, aquél que, además, se permite masacrar la iniciativa, la transparencia y lo que se distancie de su forma de actuar.

Son muchos los que clamamos fórmulas concretas y radicales contra el paro y la corrupción, además de honorabilidad, transparencia, rentabilidad  (véase la novela Escape); sin embargo, cuando éstas se anteponen a la enfermedad por llegar, hay quienes se rasgan las vestiduras. Si Pablo Iglesias en lugar de expresarse abierta y públicamente exigiendo gobernar, lo hubiera hecho en privado, ocultamente, sin decisión clara por ejemplo, nada tan anormal hubiera sido motivo de tan malévolos comentarios, sin que nadie se escandalizara; lo cual me hace pensar que todo es una cuestión educacional y no de política como pudiera pensarse.
¿Para cuándo no depender de la domesticación recibida y quitarnos la venda de los ojos?

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