sábado, 23 de julio de 2016

LO DIGA QUIEN LO DIGA

Hace pocas fechas un matador de toros murió corneado por el novillo que lidiaba. Cuando efectuaba su faena, una actividad de alto riesgo, inesperada y lamentablemente, llegó su hora. Se trataba de una persona joven, absolutamente desconocida para mí: ¡Descanse en paz!
Tan infausto suceso, causó enorme revuelo mediático en las redes sociales, surgiendo diversas voces que, pese a su escaso número, fueron repulsivas e irracionales. No es pues mi intención reavivar las mismas,  sino al contrario, reflexionar sobre ellas y sus aspectos colaterales. Revelaron, a mi juicio, autorías extrañas, faltas de sensibilidad y tolerancia, con un exiguo o nulo respeto por la vida. De ninguna manera es defendible (lo diga quien lo diga) el racismo, la barbarie, la violación, la injuria, la crueldad, el crimen… Alegrarse, ironizar, escarnecer la muerte de un ser humano, por mucho que se lo tenga merecido (que no es el caso) repugna y es injustificable. Aun aceptando que la debilidad, la indefensión, la impotencia de un ser vivo ante la fortaleza de otro (el ciudadano ante el Gobierno, el toro ante el torero, por ejemplo) pueden dar arrestos y llegar a irrumpir, en defensa propia, con los mismos o peores instrumentos y actos con los que el agredido se siente acosado, la conducta adecuada, las normas establecidas no se han de desvanecer con fuerza ni descalificación; menos aún, las realidades que la propia Naturaleza dispone para las distintas vidas (planta, insecto, mamífero, hombre) que nuestra mente valora y ordena a su criterio, obrando e imponiéndose sobre las diferentes especies. Sordos nos quedaríamos con los millones de muertes diarias, si todas y cada una de ellas fueran pregonadas: su exterminio sirve de alimento, incluso, a vegetarianos. Pero el ser humano es susceptible y capaz de modificar muchas circunstancias por difíciles que parezcan. En tal camino hemos de situarnos y defender la vida a ultranza (a todos o parte de los seres vivos) mediante procesos que rechacen aquellos que persistan en lo contrario y lograr, en su caso, la desaparición pacifica de pescadores, cazadores y demás matarifes por mucho que los avale la tradición o la costumbre.
“La vida es sagrada”, oímos decir a menudo, por lo que acabar con ella no debe producirnos algarabía sino tristeza. Mofarnos de una muerte es, cuanto menos, una indolencia ignorando qué pasará con la nuestra. Nadie puede evitar pensamientos, palabras o hechos de los demás. Que eso no nos afecte: no depende de nosotros. Acaso, ¿se puede remediar el rencor, el odio, la venganza individual? No es posible prohibir el mal gusto, la nefanda maldad,  la mofa, ni la libertad de expresión que también unos falsarios merecen

Trato de espantar de mí, sin embargo, el temor que siento por la reacción producida. Una reacción clamando venganza, manifestando odio, dando pábulo al rencor que puede dar pié a instaurar leyes más represivas. Y esto último me aterra, porque (lo diga quien lo diga) la paz no se consigue con la guerra, ni la concordia con la imposición o la fuerza de leyes coercitivas.  Aún recuerdo la matanza producida en París a causa de un semanario satírico que se metía contra el Profeta del Islam. Todo occidente defendimos la vida de quienes la perdieron en aras a su libertad de expresión. En España unos titiriteros fueron apresados arbitrariamente. Cada cual ha de hacer valer su libertad; si bien, ésta, no es plena sin el respeto a la vida que nos obliga para con nosotros y los demás. Y es que el respeto no se logra blasfemando,  engañando, maldiciendo o insultando a la madre que nos parió y menos con el crimen, el ensañamiento, la represalia o con unas leyes implacables para todos, originadas por unos pocos. Creedme: comencemos hablando impecablemente, sin presuponer; sabiendo que lo que lo hagan otros no puede impedirse y, por tanto, seamos responsables haciendo lo máximo que se pueda.    

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