Uno, a veces, considera tener la
razón de su parte y no necesariamente es así. Por eso, resulta difícil
convencer al empecinado poseedor de su verdad, discurriendo cuál es la
verdadera.
Oriol Junqueras respeta a los
demás con razonamientos que sólo él mismo cree. Por tanto, no hemos de
rasgarnos las vestiduras, por muy convencido que esté de lo que dice. Ahora
bien, resulta incongruente que, a la vez, pueda ser de izquierdas (buscador de la
perfección en la igualdad) e independentista (reducto ser exclusivo de su
egoísmo). Es lo mismo o tal difícil, que ser juez y parte al mismo tiempo
(aunque por ende lo sean poderes representativos de un Estado). ¿Tratará de
imitarlos si algún día alcanza tan elevado poder? A estas alturas del siglo XXI,
resulta inaudito que, para clasificar a la gente, aprecie parecidos genes en los
catalanes y los franceses; muy distintos a los nacidos en otras partes de
España, fuera de Cataluña.
Respetar las ideas de los demás
no es comulgar con ellas. Comulgar con la hostia, cuerpo de Cristo, no
significa para muchos, lo hagan o no, que eso sea cierto. Ritos, costumbres,
credos, nacionalismos, imposiciones, hábitos, incultura… son lo que separa a
los hombres. Cada una de las religiones se arroga ser la universal, la verdadera, la única a seguir. Seamos bondadosos tendiendo a la igualdad y al
bien, no al separatismo y a la maldad. ¿Hay algo más irrespetuoso que lo
excluyente? Cualquiera puede contestarse.
No sé si los complejos de
inferioridad se representan en los genes. A ellos acuden buena parte de
catalanes para hallar diferencias con el resto de españoles. Posiblemente, nada
tenga que ver, pero me da la sensación que, tal vez, si lo tengan los dogmas de
la estupidez, la grandeza, el terror, el fanatismo, la demencia que, sumamente
peligrosas, fueron las mismas que se manifestaron con el fascismo en la Italia
de Mussolini o el nazismo en la Alemania de Hitler. El odio sólo engendra odio.
La intolerancia fanatismo. La televisión autonómica propaganda del poder que la
transita. La locura, la irrealidad, la enfermedad nos lleva a gobiernos absolutistas.
Quizás hasta Montoro tenga razón
al afirmar que “si Cataluña prospera, el independentismo pierde”. Y ¿por qué? Porque
los independentistas disfrutan aludiendo que son sometidos e incapaces de
alegrarse con el bien general. Necesitan sentirse maltratados para reafirmarse
en su condición superior al resto de los mortales. Presentir ser víctimas y
alimentar su pesimismo, engendrando su fama de tacaños e insolidarios, es su
exclusiva forma de fortalecerse, llegando a persuadirse de lo injusta que es la vida con ellos. Y,
alrededor de tal masoquismo, una vocación como otra cualquiera, se aúnan
haciendo de ello su bandera.
Quiero profundamente a los
catalanes, no obstante, de un tiempo a esta parte, me están haciendo creer que mi amor desvaría cuando, en realidad, el
cariño, como el respeto, se gana, no se impone. Hoy, por desgracia, sólo veo en Cataluña dos clases
de ciudadanos: los sumisos y los dispuestos a la guerra; a todos les indico que
la supremacía no está en la brutalidad sino en el alma de quien la maneja. Así
pues, recomiendo a los dirigentes independentistas, con el radical Torras a la
cabeza, que se dediquen a crear una secta que es lo que más les caracteriza,
instruyendo la fe y el sacrificio entre sus dogmas fundamentales, antes
expuestos. Sería todo un éxito, como el que parecen obtener ahora prendiendo la
tea iluminadora de la esperanza, en especial, con los ávidos creyentes de la
panacea que florece en los jardines ficticios al margen de Europa, con los
misterios y brujerías que les prometen, a sabiendas de que todos nos agarramos
a lo último que se pierde, máxime, cuando sólo oyen el ruido de su interior al
no haberse quitado los algodones que impide a sus oídos escuchar voces
diferentes.